dilluns, 30 de setembre del 2013

agua-caricia-brisa


agua-caricia-brisa


Vivo bajo el agua,
donde el sonido se camufla
y la caricia se disimula.

Vivo
donde no llega la brisa,

allá donde se para el viento,
donde mueren las balas,

allá
donde nace la risa.




Cuento: Un mundo verde

Érase una vez un mundo sin gente. Y no es que hubiera habido una terrible catástrofe, un accidente en tromba, hecatombe ni nada parecido, simplemente, la gente nunca existió.

Era un mundo lleno de contrastes, ajeno a esa manía tan humana de ordenar, unificar, de clasificarlo todo. Las cosas eran y punto. No era un mundo perfecto, pero a nadie le importaba; las montañas seguían mirándolo todo desde lo alto, las nubes cambiaban de forma y dirección sin esperar a que nadie determinara si representaban eso o aquello. Y todo, absolutamente todo, era verde. Eran verdes incluso las olas del mar en verano, las cerezas que chorreaban en las huertas, los gestos de amistad o el aire que todos respiraban.

En el mundo verde había siempre música en el aire, pero ¿de dónde venía esa banda sonora que aderezaba lo que sucedía día a día? No venía del viento esmeralda que aparecía silbando tras las esquinas, ni era el rumor del agua quien marcaba el ritmo, la música llegaba única y exclusivamente del corazón de unas aves muy especiales. Las lechuzas.

Las lechuzas eran muy populares en el mundo verde. Si algún ser de este mundo sentía que las ganas le fallaban, las lechuzas aparecían inmediatamente y cantaban. Si alguien perdía un ser querido, llegaban las lechuzas y cantaban. Si alguien se enamoraba, allá estaban de nuevo ellas con sus cantos.

Un día el amanecer se estremeció con un ruido insoportable. Y tras el estruendo, el silencio. Un silencio atroz. Un silencio vacío de cantos, triste y sin color. Todos se dirigieron al monte donde vivían las lechuzas, un monte incrustado de pelambreras verdes y horizontes aceitunados. Al llegar supieron que a la lechuza más anciana había dejado de ser verde y del glauco había pasado a un marrón caqui ceniza que todos asociaban con la muerte. Las demás lechuzas habían enterrado sus cabecitas en sus cuerpos, como si estuvieran dormidas. Y lo estaban. Era su manera de expresar el gran desconsuelo que sentían.

Entonces sucedió algo que jamás antes había sucedido. Todos los seres del mundo verde, sin mirarse siquiera, empezaron a entonar una canción. Y la canción que empezó con titubeos fue tomando fuerza, el "in crescendo" fue tal que, cuanto más rica se volvía la sinfonía, cuanto más bella la armonía... una a una, las lechuzas fueron despertando, iluminando la orquesta improvisada con sus ojos, más verdes y enormes que nunca.



dijous, 12 de setembre del 2013

Relato: Las dos montañas

Había una vez un niño, se llamaba Marcel. Era un chiquillo de aquellos que parecen llevar años de sabiduría anclados en la mirada. Los que lo conocían o cruzaban su camino de pronto descubrían que ya no albergaban los miedos que antaño los habían atormentado. Era como una medicina, todos hablaban de él, todos lo querían.

Un día, a Marcel empezó a crecerle una montaña en el pecho. La montaña crecía y crecía y le molestaba. Entonces, Marcel tuvo un sueño. Soñó en una enorme montaña de piedrecitas de colores, como caramelos brillando bajo un sol de vacaciones de verano. Todos comprendieron el sueño de Marcel, sabían que debían viajar lejos e ir recogiendo piedrecitas de colores aquí y allá, construir esa montaña multicolor.

Andreu, hermano de Marcel, fue el primero que comprendió el sueño. Estaban tan unidos que le regaló, para empezar, la colección de canicas que guardaba como un tesoro, desde siempre. Y con ellas empezaron a construir la montaña. La montaña que vivía dentro del cuerpo de Marcel empezó a hacerse más y más pequeña. Entonces supieron que debían continuar.

Ya para entonces había corrido la voz de pueblo en pueblo, de ciudad a ciudad, incluso había madres que contaban a sus hijos la historia de Marcel y las dos montañas. Así que los niños que crecían escuchando la historia enseguida rebuscaban entre sus tesoros hasta encontrar canicas de colores o piedrecitas recogidas algún verano en la playa; incluso los mayores se subían a los áticos a llenarse de polvo hasta encontrar tesoros de infancia que habían olvidado con las prisas del crecer.

La montaña de colores se hizo inmensa. Cuanto más grande se hacía, más y más personas acudían a hacer su colorida aportación y allí se quedaban, felices con verla crecer.

La montaña que crecía en el pecho de Marcel empezó a enfermar y cuando la montaña de colores empezó a cosquillear las nubes más bajas, la montaña que molestaba a Marcel finalmente desapareció.

Desde entonces, la montaña de colores ha sido considerada por los expertos como la montaña más mágica de todo el continente. Y la montaña sigue creciendo, haciendo desparecer a todas aquellas montañas que quieren crecer en el pecho de los niños. Por supuesto que la montaña de colores es llamada por todos "La montaña mágica de Marcel".




Ayúdanos a hacer crecer la montaña mágica de Marcel :-)
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